ASUNCION
DE LA VIREN MARÍA
15 DE AGOSTO
(Solemnidad)
Entre las fiestas
en honor de la Madre de Dios, la de la Asunción de la Viren María (que no hay
que confundir con la Ascensión de Jesús al cielo) puede considerarse sin dudas,
como la más destacada, tanto por la importancia que tuvo en ella la
participación popular, como por la variedad de costumbres tradicionales.
Desde los
primeros siglos del cristianismo en que tenemos constancia de los escritos
históricos, notamos como el pueblo de oriente y occidente celebraron la Pascua
de Nuestra Señora, tomando como “privilegio” extraordinario, concedido por
Dios, de forma extraordinaria a la más extraordinaria de las criaturas.
Dejando de lado
la impertinencia de la expresión, esta frase tiende a poner de relieve la
primera reacción de los fieles: “¡qué suerte la de ella…en cambio para nosotros
todo sigue igual!” A menudo queda dentro nuestro un cierto resentimiento de
“envidia” como el que sienten los pobres respecto de los más afortunados. Ahora
bien, este sentimiento más o menos consciente debe ser superado con una
reflexión sobre el verdadero significado de esta “Solemnidad” que -con las fiestas de la Inmaculada Concepción
(8 de Diciembre) y de Santa María Madre
de Dios (1 de Enero) puntualiza en el más alto grado celebrativo una de
las principales verdades dogmáticas relativas a la humilde esclava del Señor,
es decir, el destino glorioso de su alma y de su cuerpo.
Con el tiempo los mariólogos,
estudiosos de la Virgen, dirán que Ella, miembro eminentísimo de la Iglesia nos
muestra el camino que debemos recorrer todos los cristianos; que después de
nuestro paso por este mundo llegaremos al Reino eterno donde su Hijo Jesús ya
tiene preparada las moradas eternas, ya
que su deseo es que donde está El quiere que estemos nosotros; pero para eso
hay que prepararse, como dice S. Pablo, “toda la vida debe ser un constante
entrenamiento para lograr la victoria final,” que es nada más y nada menos que
nuestra salvación.
La solemne
definición del dogma de la asunción
de María, proclamada el 1 de noviembre de 1950 por Pio XII con la constitución
apostólica Munificentísimus Deus no fue un acto improvisado o arbitrario
del magisterio pontificio extraordinario.
Además de concluir un intenso período de estudios históricos y
teológicos, llevados a cabo críticamente y que florecieron en la iglesia
católica entre 1940 y 1950, coronaba y proclamaba una fe profesada desde hacía
tiempo y universalmente en la iglesia
por todo el pueblo de Dios.
El texto propio y
verdadero de la definición declara que María, madre de Dios, inmaculada y
siempre virgen, al terminar el curso de su vida terrena fue asunta en cuerpo y
alma a la gloria celestial.
Como podemos ver,
en el texto de la definición dogmática no se habla ni de muerte ni de
resurrección, ni de inmortalidad de la virgen, en su asunción a la gloria. Si
subyace, aunque tampoco se menciona el “privilegio” por ser la Madre del Hijo de
Dios.
La consecuencia
que tiene para nosotros celebrar esta fiesta es
porque ella tiene dos
dimensiones: una “personal” de María, con un trasfondo cristológico,( por su perfecta configuración
con Cristo resucitado) y otra “eclesial” que nos afecta a todos nosotros, esta
afirmación la encontramos en Marialis Cultus documento sobre el culto a María
del Papa Pablo VI: “.. la fiesta tiene un destino de plenitud y de
bienaventuranza, de la glorificación de su alma inmaculada y de su cuerpo
virginal, de su perfecta configuración con Cristo resucitado; una fiesta que
propone a la Iglesia y a la humanidad la imagen y el documento consolador de la verificación de la
esperanza final ya que esta glorificación plena es también el destino de
aquellos que Cristo ha hecho hermanos teniendo en común con ellos la carne y la
sangre”.
Deseo terminar
esta reflexión con una exquisita delicadeza histórico-litúrgica, una antífona
que pertenece a un antiguo oficio de oración en rima, compuesto precisamente
para la fiesta de la Asunción (siglos X-XII). Todos estos títulos dados a María
se comprenden porque están referidos a
la Asunción:
y Señora de los ángeles;
Salve, raíz; salve,
puerta,
que dio paso a nuestra
luz.
Alégrate, Virgen gloriosa,
entre todas la más bella;
salve, oh hermosa doncella,
ruega a Cristo por
nosotros”.
Casi como decir,
haciendo resonar la oración colecta de la misa del día:
“Señor, en la humildad de tu sierva, la Virgen María, has querido
elevarla a la dignidad de Madre de tu Hijo y la has coronado en este día de
gloria y esplendor; por su intercesión, te pedimos que a cuantos has salvado
por el misterio de la redención nos concedas también el premio de tu gloria”
Virgen María,
ruega a Dios por nosotros. Amén.
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